sábado, 1 de marzo de 2008

SOLEDAD

No se llamaba Soledad, pero estaba sola, así que imaginemos que ese fuese su nombre real. Soledad no tenía un aspecto físico que aparentemente merezca la pena matizar. Tal vez podríamos tratar de imaginar qué aspecto puede tener una “sola”, pero la verdad es que las personas que se sienten solas no tienen unas características fisionómicas que las distingan del resto de la gente. Tan solo a veces se puede leer algo en sus miradas, pero en ocasiones excepcionales.

Soledad era delgada y pálida, tan blanca como la cal, como un trozo de tiza. Sus ojos eran negros y tenía una sonrisa casi mágica. Y digo casi mágica porque no es que su sonrisa fuese más bonita que otras, sino porque cuando sonreía era capaz de entristecer a cualquiera que en ese momento se encontrase a su alrededor. Así era su sonrisa.

Su cuello era largo. Esto le permitía mantener su cabeza a la altura de las nubes la mayor parte del tiempo, que transcurría tan lento para ella, que con frecuencia creía que su reloj se habia parado.

Soledad era invisible, o al menos eso creía ella. Siempre pensó que era cosa de genética el hecho de que la gente no pudiese verla, así que cuando caminaba por la calle no le preocupaba que nadie se diese cuenta de que hablaba sola, o de que reía sola, porque nadie la veía. Creía que era la única persona genéticamente invisible del mundo, no sabía que la invisibilidad es una enfermedad, porque aunque a veces le preocupaba el hecho de que nadie la viese, jamás fue a un médico, básicamente porque le parecía absurdo hablar con alguien que no podía verla ni oírla. Y es que Soledad además de invisible era inaudible. Así que normalmente no intentaba hablar, solo lo hacía consigo misma. De este modo nunca supo que existía mucha más gente con la misma dolencia que ella.

Los espejos eran mágicos para Soledad, porque la volvían visible e incluso tangible, como si fuese cosa de brujería. A Soledad le gustaba mirarse en el espejo porque cuando lo hacía era el único momento en el que experimentaba la sensación de sentirse observada.

Pero volvamos a la invisibilidad genética de Soledad. No es que creyese que la gente no sabía ni que existía, de hecho tenía multitud de amigos, mejores o peores. A Soledad la presentían, e incluso la querían, aunque ella no se dejase querer demasiado, más que nada porque se sentía prescindible.

No recuerdo muy bien el día en que vi a Soledad por primera vez. Así que tampoco sé exactamente si esto ocurrió durante una mañana soleada, o durante un día lluvioso, o durante una fría noche de invierno. A mí me gusta pensar que la primera vez que tropecé con ella fue durante una noche de primavera, porque cuando me la encontré sus brazos estaban desnudos, ya empezaba a hacer calor. Y porque una luz artificial iluminaba su pálido rostro. Y porque ella pasó deprisa, como un tímido suspiro presuroso de llegar a su casa, para que nadie lo oiga. Y es por la noche cuando las “solas” más prisa tienen de llegar a sus casas, por si alguien llama al timbre y ellas no están, y el que llama se va y no vuelve.

Recuerdo que cuando la vi, yo iba a pararme, pero ella tenia prisa por estar sola, así que solo me dio tiempo a mirarla un instante. Y es que Soledad siempre guardaba esperanzas durante el día, pero cuando llegaba la noche le entraba un pánico horrible y tenía que encerrarse en su casa para poder autocompadecerse por su invisibilidad, que aunque a veces la hacía sentirse especial, otras veces la atormentaba porque no siempre le gustaba estar sola.

¿Adónde corren las solas? ¿Qué extraña fuerza las empuja hacia delante? ¿Quién o qué las espera al final de sus locas carreras? Soledad no corría por nada ni por nadie, por que nunca había nada ni nadie esperándola. Y si alguna vez lo hubo, no pudo verla con claridad, así que ella terminó pasando de largo.

Un día le demostré que yo podía verla. Creo que se sorprendió bastante, así que me tomó como una especie de mago y me cogió mucho cariño. Aún así, nunca se creyó demasiado que yo pudiese verla con claridad, porque resulta complejo ver con claridad a alguien que de normal suele ser invisible. Así que cada vez que nos separábamos ella se desesperaba pensando en cómo volveríamos a encontrarnos si ella era invisible. Por esta razón solía venir ella a buscarme y me tocaba para asegurarse de que yo sabía exactamente dónde estaba en cada momento.

Soledad se fue volviendo loca poco a poco. Pero antes de que esto ocurriese un buen día se volvió invisible de verdad. Ante la certeza de que la gente no la veía ni la escuchaba, una tarde empezó a desaparecer, y antes de que cayera la noche era totalmente invisible. Ella, claro, no se dio cuenta de esto. Solo los que rodeábamos su frágil y solitaria existencia pudimos observarlo, o mejor dicho, no pudimos verla nunca más. Así que se volvió más sola y fue poco a poco creando un mundo propio, un mundo de soledad al que solo podía acceder ella con su imaginación, y le interesaba poco o nada la realidad tangible, puesto que ya no pertenecía a ella.

Cada vez más le gustaba estar sola. Cada vez más encontraba momentos para que la gente le molestase. Cada vez más odiaba a los que interrumpían sus pensamientos para decirle algo importante. Odiaba los datos, las palabras importantes, porque decía que hay que hacerles caso, hay que concentrarse en ellas y le obligaban a dejar de lado el maravilloso mundo de sus ideas, de sus imágenes más bien poco conexas.

Así que Soledad dejó de tocarme. Ya no quería que yo supiese donde estaba. Pasaba las horas muertas mirando alguna pared, la que tuviese enfrente en ese momento. Esto lo sé porque cada vez que Soledad entraba en una habitación un extraño olor a podrido invadía el ambiente, y un silencio sepulcral hacía casi imposible respirar a cualquier persona tangible.
Yo nunca intenté encontrarla. La razón es simple. Yo quería a Soledad, aunque nunca se lo dije. O tal vez ni yo mismo me había dado cuenta de que la quería tanto. Quizá ese fue mi principal error, no decirle que la quería. Tal vez si lo hubiese hecho Soledad no hubiese desaparecido, y tal vez ni siquiera se hubiese vuelto loca, y tal vez incluso hubiese sido un poco feliz... Pero no fue esto lo que ocurrió. De nada sirve lamentarse por lo que nunca se ha hecho o dicho cuando es tarde.

Al principio casi ni me di cuenta de que Soledad estaba empezando a enloquecer. Hasta que advertí que Soledad se había concentrado en un solo rincón de la casa del que ya no se movía ni para buscar otro rincón. Esto en cierto modo me produjo cierta curiosidad, pero no llegó a alarmarme, hasta que un día Soledad rompió el silencio para decir una palabra que me dejó helado: “adiós”. Comprendí con ello que Soledad se había sumergido de tal forma en su mundo imaginario, en su propia cabeza, en sí misma, que ya no necesitaba ni a la única persona que la mantenía en cierto modo ligada al mundo real que ella tanto odiaba. Y supe que era cierto, que su adiós era real, que Soledad se iría, aunque no inmediatamente, sí un día u otro. Soledad se tomó su tiempo, su silencio... Después de su adiós tardó todavía tres semanas en marcharse del todo. Pero durante estas tres semanas permaneció más callada que nunca, y más quieta, y más sola. Y un día dejó de existir, se volvió invisible de verdad, porque ya no era solo su forma física si no también su presencia vital lo que se esfumó aquella noche. Fue totalmente absorbida por su propia mente. Soledad se encerró en su cabeza y su cabeza simplemente se la comió.

Ya nunca más volví a sentir su presencia ni a percibir aquel extraño olor. Soledad había desaparecido y esta vez fue para siempre.

Es extraño la sensación de soledad que me dejó Soledad. Se llevó con ella el silencio y ahora todo era ruido. Y me sentía solo y perdido. Y me envolvió una especie de nube que no me dejaba comprender nada, ni tan siquiera respirar, ni mucho menos dormir o andar. Poco a poco fui perdiendo incluso la capacidad de hablar. Y me quede terriblemente solo. Siempre solo. Triste y cansado. Y no podía hablar, ni siquiera llorar. Y tuve que aprender a llorar por dentro. Y me ahogaba. Y tenía mucha sed. Y estaba solo. Y en silencio. Y el silencio volvía. Y me miraba en los espejos, y sonreía. Y cuando andaba por la calle una fuerza totalmente ajena a mí me empujaba hacia delante, y yo intentaba huir de ella y corría. Corría tanto que nunca llegaba a ninguna parte, porque me era imposible fijar una meta en medio de carreras tan locas. Así que nunca sabía cómo, pero cuando empezaba a correr, siempre acababa sentado en algún rincón oscuro de mi casa, o mirándome en la luna del armario de mi habitación, o sentado mirando la luna por la ventana. Y es que la luna me parecía que estaba tan sola...

Intento recordar como era Soledad. Durante los últimos años que estuvo junto a mí ya era invisible. Así que me cuesta recordar su rostro, su aspecto de sola. Soledad era pálida, con los ojos negros, muy negros. A veces le miraba los ojos y me perdía en ellos durante horas. Eran tan negros. Y entonces, si me devolvían la mirada, me atrapaba tal sensación de vértigo que tenía que desviar la mirada para no caer en ellos. O quizás no eran negros. No recuerdo. Fue tanto tiempo invisible. Es posible que no fuesen negros y yo así lo creo porque a veces parecían dos enormes agujeros que olían tanto a silencio... Ahora que recuerdo, no, no eran negros. No sé. No recuerdo.

Y su sonrisa, casi mágica, que entristecía a todo el que tenia la oportunidad de observarla. Y sus manos, tan delgadas. Sus dedos, tan largos. Sus manos que me tocaban y se quedaban quietas, para no molestar. Y entonces yo sabía dónde estaba Soledad.

Tenía unas manos tan solas, que se buscaban la una a la otra para hacerse compañía. Y siempre estaban así, juntas, y apoyadas sobre sus rodillas, también juntas, para darse calor la una a la otra. Porque las manos de Soledad eran frías, y cuando tocaba las manos de Soledad, sentía que no había nada más. Sólo unas manos heladas capaces de arrugarme el corazón en cuestión de segundos. Es curioso como la parte derecha del cuerpo de Soledad buscaba siempre a su simétrica izquierda, y viceversa. Y la parte superior a la inferior. Soledad siempre estaba encogida, doblada, arrugada. Tal vez buscando su propia compañía. Y se sentaba agachada cogiéndose los pies, o con los brazos cruzadísimos abrazándose a sí misma, o cogiéndose las manos... No recuerdo con claridad pero concuerda con su carácter y con su rostro, ese rostro que por más que busco en los borrosos rincones de mi memoria, no consigo ver. Sí, Soledad era más bien borrosa, como una foto desenfocada. Y ahora, ante mi incapacidad retentiva se ha convertido en una sombra, en una foto a contraluz de la que casi no puedo adivinar ni la silueta.

La silueta de Soledad era alargada, para poder estar cerca de las nubes decía ella... ¿o lo decía yo? Aunque a veces daba la sensación de estar siempre en el suelo. No, más abajo del suelo. Sí, mucho más abajo.

Soledad era alta y delgada, y tan fría y distante... y tan cercana y dulce... A veces me pedía que le tocase el corazón. Decía que estaba tan caliente que se le derretía el pecho.

A Soledad se le escapaba el aire por la boca. Muchas veces parecía que quisiese decir algo pero cuando abría la boca solo era aire... un soplo frío de tibio silencio.

Soledad se fue y me dejó solo. Tan solo... Soledad era mi única compañía, y la recuerdo tan vagamente que comienzo a dudar de su existencia. Quizá la soñé, o la imaginé. O quizá un día se miró a un espejo, contempló ese otro lado irreal allí reflejado, tan perfecto, y quiso formar parte de él, y entró. No se dio cuenta de que para existir dentro de Mundo Espejo necesitaba permanecer enfrente de él, y no dentro. Así que, al entrar Soledad en su espejo, desapareció también su reflejo y dejó de ser... O tal vez me la estoy inventando ahora mismo. No sé. Mi memoria comienza a jugarme malas pasadas. En todo caso no se oye nada, y un olor a podrido hace tiempo que flota en mi casa. No sé si Soledad ha vuelto, o si es que realmente nunca se fue. Pero tengo mis sospechas de que siempre ha estado ahí, a mi lado, aunque no recuerde ni su nombre. ¿Cómo se llamaba Soledad? No sé. No me acuerdo. Y a veces sigue corriendo por las calles, huyendo de no sé qué hacia no sé dónde. Y otras veces soy yo el que corre empujado por ella. Y cuando no está ella corro solo empujado por la nada que a veces también me empuja. Y cuando voy corriendo a veces me cruzo con Soledad y nos miramos. Y Soledad sigue corriendo, pero como nadie la ve, ella pasa de largo y vuelve conmigo. Con la única persona que, aunque no sea capaz de asegurar su existencia, se la encontró corriendo una noche y Soledad se quedó a su lado...

0 comentarios: